Sigfrido Martín Begué


Escribió Patricia Ortega en la necrológica a Sigfrido Martín Begué que “llamarse Sigfrido imprime carácter… Es un nombre muy sonoro con un defecto: no tiene miedo” y otro defecto le aqueja: una hoja de tilo que le hizo vulnerable a la inmortalidad. Sigfrido debió ser invulnerable y estar entre nosotros para seguir deslumbrándonos  con  sus formas y colores, reflejo de nuestros saberes, nuestros miedos, nuestros prejuicios y nuestro afán de vida y de goce. 

Los dioses atraen para sí a los mejores e interponen hojas de tilo para que la sangre de los dragones no impida llevar a su Laguna Estigia a quienes merecen la verdadera inmortalidad. Y ahí está ya por siempre Sigfrido entre quienes no morirán jamás, conversando a través de sus obras con las almas de los vivos. El dragón al que venció y de cuya sangre se empapo Sigfrido es el de la gravedad, el respeto y la reverencia con que se trata la cultura, la del pasado y la que figura en los “grandes” libros y  se disecciona en páginas y páginas de muy serios profesores universitarios, en tanto con condescendencia piadosa  y cierta conmiseración se contemplan los disfrutes más populares de la gente llana. En posesión de una amplísima cultura clásica que rezuma en toda su obra, fue Martín Begué hombre de su tiempo y que no desdeño vestir una Barbie o diseñar una falla con el mismo amor con que preparaba la escenografía de “La vida es sueño”, el vestuario del ballet “Copelía” o pintaba la “Alegría de las facultades” en la sala Andrés Bello de la UNED.

Al contemplar su obra lo primero que un observador siente son las múltiples remisiones a lo ya conocido que jalonan sus pinturas. Ya no hablamos del Nosferatú o de Tintín cuya referencia es obvia, sino que aparece en cualquiera de sus cuadros la sensación de algo que conocemos, de que aquello “lo sabemos”, sólo que ahora lo vemos de otra manera, con otros ojos, con la irónica, y a veces despiadada mirada de Sigfrido. En principio su obra tiene el aire de la vanguardia, recuerda a Chirico en la pintura, pero nos remiten sin esfuerzo a lo escrito, a Marinetti o al Pessoa de Álvaro de Campos o, incluso al mismo Apollinaire. 

La primera impresión no esconde, empero, todo el cumulo de referentes que en cada una de sus obras observamos y que se multiplican. Un icono de nuestros padres –o quizás ya abuelos- como son los discos de vinilo de “La voz de su amo” que sonaban en aquellos lejanos gramófonos, con la clásica efigie del perro y el altavoz, nos remite al cubismo y a Juan Gris; unas ruinas en medio del mar flanqueadas por cipreses a Friedrich, pero también a Magritte; una versión del entierro del conde Orgaz naturalmente a El Greco, pero también -¡oh, hallazgo maravilloso e irónico como pocos hay!- a quien ha sido denominado, tal vez con no demasiada razón,  padre del arte moderno, Duchamp, con su famoso urinario. Ironía caustica es también su Santa Bárbara, con una redoma en su mano derecha conteniendo nitroglicerina, guardada por un ángel, vestido a la manera barroca, armado de un trabuco, o esa mujer inexistente sentada en la escalera, glamurosa, vestida, calzada y enjoyada a la moda de los años dorados de Hollywood. Todo esto son regalos que Sigfrido nos ha hecho para nuestro solaz, y que dan muestra de lo mucho de su saber;  regalos que alegran nuestro espíritu, que nos hacen mirar con deleite y gozo aquello que antes  mirábamos silenciosos, con el ceño fruncido y el gesto grave. Nuestra percepción cambia y el arte es algo que nos pertenece y nos habla a nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, pero, al fin,  tan humanos como los de cualquier otro siglo.

Sigfrido, el valiente Sigfrido, que miró de frente al dragón de la ortodoxia, le arrancó su piel de escamas de acero y piel de cuero viejo y apagó el fuego de sus fauces que deshacía en cenizas a quien irreverente se acercara a todo eso que llamamos arte. Y no para que de ello nos alejemos como del misterio ignoto apto sólo para iniciados, sino para que miremos a esas obras y a sus creadores como amigos, pues como amigos y compañeros los tuvo Sigfrido. A ellos, a los que el dragón guardaba, y a todos aquellos a quienes miraba con desdén, los admirados por la plebe, indignos de figurar en el Parnaso  Con ellos, con todos ellos, comparte hoy su luz Sigfrido Martín Begué, que vivió en Madrid, que vivió Madrid e hizo de Madrid, Madrid, si hacemos caso de lo que nos dicen los que con él vivieron esos años de la “movida”. 

Termina Patricia Ortega su escrito diciendo que “le acompañaron muchos en el camino hacia ese sueño eterno junto a los que siempre fueron también de los suyos: Disney, Serguéi Eisenstein, Jardiel Poncela, Gómez de la Serna.” Mostrose siempre fiel a esos amigos y a aquellos con quienes compartía su diaria existencia, así como a los que no lo fueron tanto. Por los que le conocieron bien podemos definir a Sigfrido con las palabras con que su “amigo” Jardiel se definía a sí mismo “Soy el prototipo del individuo sociable, que respira a gusto entre sus semejantes… Y llego a tomar cariño a seres que me consta que no me estiman.” Sí, ese fue, el hombre que siempre nos faltará y que siempre estará con nosotros: Sigfrido Martín Begué.

Placid Satorras
Marzo 2012